El Padre Solitario


La rebeldía atacó el mundo de Joe como una ventisca a Minnesota.

Cuando ya tenía edad suficiente como para conducir un automóvil, Madeline decidió que era suficiente mayor como para dirigir su propia vida. Y esa vida no incluía a su padre.

«Debí habérmelo imaginado», diría Joe más tarde, «pero por mi vida que no lo hice». No había sabido qué hacer. No sabía cómo vérselas con narices con aretes ni con blusas apretadas. No entendía de trasnochadas ni de malas notas. Y, lo que es peor, no sabía cuándo hablar y cuándo guardar silencio.

Ella, por otro lado, lo sabía todo. Cuándo hablar a su padre: Nunca. Cuándo quedarse callada: Siempre. Sin embargo, las cosas eran al revés con su amigo de la calle, aquel muchacho flacucho y tatuado. No era un muchacho bueno, y Joe lo sabía.

No iba a permitir que su hija pasara la Nochebuena con ese muchacho.

«Pasarás la noche con nosotros, señorita. Comerá el pastel de la abuelita en la cena en su casa. Celebraremos juntos la Nochebuena».

Aunque estaban sentados a la misma mesa, perecían que estaban en puntos distintos de la ciudad. Madeline jugaba con la comida sin decir palabra. La abuela trataba de hablar a Joe, pero este no estaba de humor para charlar. Una parte de él estaba furiosa; la otra parte estaba desconsolada. Y el resto de él habría dado cualquier cosa para saber cómo hablar a esta niña que una vez se había sentado en sus rodillas.

Llegaron los familiares trayendo con ellos un bienvenido final al desagradable silencio. Con la sala llena de ruidos y gente, Joe se mantuvo en un extremo y Madeline en el otro.

«Pon música, Joe», le recordó uno de sus hermanos. Así lo hizo. Pensando que sería una buena idea, se dirigió hacia donde estaba su hija: «¿Bailarías con tu papi esta noche?»

Por la forma en que ella resopló y se volvió, podría haberse pensado que le había dicho algo insultante. Ante la vista de toda la familia, se dirigió hacia a la puerta de la calle, la abrió, y se fue, dejando a su padre solo.

Muy solo.

Según la Biblia, nosotros hemos hecho lo mismo. Hemos despreciado el amor de nuestro Padre. «Cada cual se apartó por su camino» (Isaías 53.6).
Pablo va un poco más allá con nuestra rebelión. Hemos hecho más que simplemente irnos, dice. Nos hemos vuelto contra nuestro Padre. Estábamos viviendo contra Dios (Romanos 5.6).

En el versículo 10 es aun más terminante: «Éramos enemigos de Dios». Duras palabras, ¿no crees? Un enemigo es un adversario. Uno que ofende, no por ignorancia, sino con intención. ¿Nos describe esto a nosotros? ¿Hemos sido alguna vez enemigos de Dios? ¿Nos hemos vuelto alguna vez contra nuestro Padre?

Lucado, M. (2000). Lo hizo por ti (11). Nashville: Caribe-Betania Editores.

No le des más la espalda a Dios. Este es el día de mirarlo cara a cara. Tu vida será otra.