En todos estos años como evangelista he presenciado decenas de fenómenos espirituales en distintas partes del mundo. He presenciado iglesias donde la gente imita los gestos y los sonidos de distintos animales, congregaciones donde la gente no puede mantenerse en pie ni por un momento, líderes que no pueden controlar su risa durante horas, gente que da vueltas en círculo hasta marearse y caer estrepitosamente al suelo, entre muchos otros.
Me ha tocado predicar en iglesias donde todos danzan de alegría y otras donde todos lloran desconsoladamente ansiando el día del rapto. Y aunque se diferencian por denominaciones, doctrinas y hasta culturas, tienen algo en común: todos se adjudican tener “el verdadero mover de Dios”.
Con toda esta información adquirida luego de tantos viajes, lo lógico era que al arribar como Pastores de la Catedral de Cristal nos preguntáramos junto a mi esposa qué iglesia queríamos tener. La soberanía de Dios tendría la última palabra como era de esperarse, pero nosotros deberíamos tener en claro hacia dónde estábamos apuntando.
Y no tuvimos que pensarlo demasiado, bogamos por una iglesia que tenga un fuego originado en la genuina presencia de Dios. Sin manipulación humana, sin la intervención de ninguna moda o tendencia doctrinal.
Queremos una iglesia con el genuino fuego del altar. No quiero “ayudar” a que Dios se mueva.
En todos estos años he aprendido que lo importante no es caerse al suelo sino justamente aquello que la gente hace cuando se levanta.
De qué nos sirve tener un montón de gente temblando o cayéndose durante el domingo si luego viven en adulterio el resto de la semana? De qué vale tener una multitud de jóvenes danzando en círculos si no pueden ser libres de las redes de la pornografía?
Siempre he mantenido que Dios respeta la estructura emocional de cada persona. En cierta ocasión El se definió como “El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”, el mismo Señor pero con un trato diferente para cada uno de sus siervos.
No podemos pretender que el Señor haga lo mismo con todos y mucho menos podemos ser tan negligentes de querer “importar” ciertos movimientos de otros países.
No estoy haciendo un juicio de valores respecto a las formas que cada iglesia pudiera tener para celebrar sus servicios. Estoy seguro que un cubano no canta al igual que un canadiense. Y que un norteamericano no adora del mismo modo que lo haría un dominicano. Pero aún por sobre nuestras culturas debemos preguntarnos qué produce en nosotros un verdadero cambio de vida.
Necesitamos que nuestras iglesias tengan el fuego genuino de la convicción de pecado de la que le hablaba el apóstol Pablo a la iglesia de Corinto:
“Si algún pecador entra a la iglesia, lo oculto de su corazón se hace manifiesto, y postrándose sobre su rostro, adorará”
El postrarse sobre su rostro era una señal de humillación extrema. La importancia no está dada en el hecho de saltar, rugir como un búfalo, temblar, gritar desaforadamente o deslizarse por el suelo de la iglesia como un reptil. Lo medular y lo único realmente importante es que su corazón queda expuesto, lo oculto sale a la luz y solo le resta adorar con una convicción profunda y una necesidad de arrepentimiento.
El carbón del fuego es la vida en secreto.
No se que estás pensando ahora, pero en lo que a mi respecta, no hay un solo día en mi vida en que no le pida al Señor tener una ministerio así. Una vida de integridad que proviene del fuego originado en su presencia.
Asuntos Internos/ Dante Gebel (Editorial Vida)
Me ha tocado predicar en iglesias donde todos danzan de alegría y otras donde todos lloran desconsoladamente ansiando el día del rapto. Y aunque se diferencian por denominaciones, doctrinas y hasta culturas, tienen algo en común: todos se adjudican tener “el verdadero mover de Dios”.
Con toda esta información adquirida luego de tantos viajes, lo lógico era que al arribar como Pastores de la Catedral de Cristal nos preguntáramos junto a mi esposa qué iglesia queríamos tener. La soberanía de Dios tendría la última palabra como era de esperarse, pero nosotros deberíamos tener en claro hacia dónde estábamos apuntando.
Y no tuvimos que pensarlo demasiado, bogamos por una iglesia que tenga un fuego originado en la genuina presencia de Dios. Sin manipulación humana, sin la intervención de ninguna moda o tendencia doctrinal.
Queremos una iglesia con el genuino fuego del altar. No quiero “ayudar” a que Dios se mueva.
En todos estos años he aprendido que lo importante no es caerse al suelo sino justamente aquello que la gente hace cuando se levanta.
De qué nos sirve tener un montón de gente temblando o cayéndose durante el domingo si luego viven en adulterio el resto de la semana? De qué vale tener una multitud de jóvenes danzando en círculos si no pueden ser libres de las redes de la pornografía?
Siempre he mantenido que Dios respeta la estructura emocional de cada persona. En cierta ocasión El se definió como “El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”, el mismo Señor pero con un trato diferente para cada uno de sus siervos.
No podemos pretender que el Señor haga lo mismo con todos y mucho menos podemos ser tan negligentes de querer “importar” ciertos movimientos de otros países.
No estoy haciendo un juicio de valores respecto a las formas que cada iglesia pudiera tener para celebrar sus servicios. Estoy seguro que un cubano no canta al igual que un canadiense. Y que un norteamericano no adora del mismo modo que lo haría un dominicano. Pero aún por sobre nuestras culturas debemos preguntarnos qué produce en nosotros un verdadero cambio de vida.
Necesitamos que nuestras iglesias tengan el fuego genuino de la convicción de pecado de la que le hablaba el apóstol Pablo a la iglesia de Corinto:
“Si algún pecador entra a la iglesia, lo oculto de su corazón se hace manifiesto, y postrándose sobre su rostro, adorará”
El postrarse sobre su rostro era una señal de humillación extrema. La importancia no está dada en el hecho de saltar, rugir como un búfalo, temblar, gritar desaforadamente o deslizarse por el suelo de la iglesia como un reptil. Lo medular y lo único realmente importante es que su corazón queda expuesto, lo oculto sale a la luz y solo le resta adorar con una convicción profunda y una necesidad de arrepentimiento.
El carbón del fuego es la vida en secreto.
No se que estás pensando ahora, pero en lo que a mi respecta, no hay un solo día en mi vida en que no le pida al Señor tener una ministerio así. Una vida de integridad que proviene del fuego originado en su presencia.
Asuntos Internos/ Dante Gebel (Editorial Vida)